A Virginia Farah, con amor.
Son cubos. Nos escuchan. Se dejan tocar. Sus cantos de madera se vuelven permeables. Aguardan estáticos. En sus vínculos está su secreto. Están aprendiendo a amar. Los conducimos, les indicamos el camino. Elijo dos al azar. Para que les oficien de rostro, pego en cada cubo una estampilla. La de él es verde y tiene la cara de Belgrano o de alguien que se le parece. Es rústico. Es un cubo más robusto que ella. La imagen es bastante obvia: ella, que ha tomado la costumbre como precepto, intenta escapar de él. Él quiere retenerla. Están atados entre ellos con un hilo de nylon y pegados sobre
una servilleta de papel. Ambos creen no poder vivir sin el otro. Para sellar esta alianza, han tenido un cubo más pequeño que puede observarse en el borde inferior derecho de la servilleta. El de estampilla verde lo está sujetando, lo cual da clara evidencia del fetiche que este tiene con los hilos de nylon. Cada uno ha definido una parte de su existencia en relación con el otro. En otras servilletas, estos serían otros cubos. En el borde inferior izquierdo de la servilleta, puede leerse: “Los Molinos de Viento”, un título que me parece sugestivo para hablar de amor.
Los fines de la tertulia a la que Farah nos ha citado no son del todo claros para mí. Subo tres pisos por escalera. El olor a cuero es tan profundo, que las notas cítricas de mi perfume pasan desapercibidas. En un cuadro que está en la entrada, se deja leer, en grande, “Amor Empieza con A”, título homónimo de la muestra de Virginia Farah.
Farah es virgen, como yo. Imagino que huele a Jazmín. Me recibe con un abrazo fuerte y me presenta a Tuli o Puli. Tuli o Puli es dueña del local. Desconfía de las palabras que Farah deja caer de su boca pretendiendo legitimar mi talento. No la juzgo: yo desconfiaría también de alguien que viste un pulóver a rayas de una lana que exhibe tanta cantidad de poliéster. No termino de entender de qué se trata todo esto. Lo que sigue es irrelevante, excepto que estoy esperando a Maxi y a David. Ahora estamos todos sentados.
Farah es artista plástica. Es curiosa, como yo. Está dispuesta a arrebatarnos lo poco que sabemos. “Buenas noches, gracias por estar acá”, dice y se desnuda sin prisa en un prefacio de palabras construidas de recortes epistolares de mortales que han amado y escrito, aunque para ella no hay diferencia entre estas dos cosas. Farah es puta, igual que yo. Nos seduce. Se excusa de no poder pintar amor. Me pierdo observándola pero vuelvo a la escena cuando ella dice: “Por eso esta muestra se llama ‘Amor Empieza con A’”. Yo pienso: “¡Ay Farah, flor del desierto, ‘Amor’ empieza con ve corta (V)!.
A mi izquierda, se sienta David. Está tenso. Sus manos lo dicen en secreto. Maxi está frente a él. Finge no ver la cara de “¿A dónde me trajiste?” que pone David. “¿Hay comida acá?”, me pregunta. Él tampoco sabe de qué se trata todo esto.
Farah recorre las mesas. Nos deja unos cubos de madera, una cajita llena de frases y otra con porquerías para intervenir los cubos de la manera que se nos antoje. Solo son cubos. Aún no dicen absolutamente nada. Sabía que algo iba a sacarnos. Es comerciante, igual que yo. Quiere robarnos. Irrelevancia, nuevamente.
El final lo he contado al principio, como ocurre en el amor. Llegué a la tertulia sin saber nada. Miro alrededor. Comienzo a comprender. Los tres sujetos de la mesa de al lado, con una intención más optimista que la mía, han apilado sus cubos como formando un edificio. Aunque se yergue sobre unos débiles palitos de helado, se ve firme. “Amor empieza con palitos de helado”.
Por donde miro, hay cubos contando el misterio del amor. Gritan amor, lloran amor, besan amor. Ninguno se parece entre sí. David, con una furia de lo más delicada, abolla un papel que escupe algunas frases. Lo pega sobre el cubo, al que también le adhiere un pequeño sobrecito en el que puede leerse: “De quien te sufre, para quien no me amará jamás”.
«Escrito de un participante de uno de los encuentros de exploración artística o tertulias.»
Pablo Lang