Encuentros de Exploración Artística
Virginia Farah ha logrado instalar, en Santa Fe, una experiencia gestada a partir de los sentimientos, tal vez sin saber en qué profunda aventura se metía. Todo lo referente al amor humano puede hurgar en intersticios insólitos y llevar a lugares de desbordes, de pasiones incontenibles o de angustias ocultas en tiempos pasados. Ella gestó encuentros, asociaciones entre los invitados, llevándolos a un grado de intensos momentos, y generó la situación perfecta para que todos ellos pudieran soltar, aunque fuera por un rato, sus más íntimos sentimientos, sus cargas afectivas profundas.
Los juegos propuestos, los elementos dispuestos y entregados, determinan la personalidad de Farah, organizada como preparando cada escena por venir. Todo estaba planificado hasta el detalle; cada consigna, cada material o aporte de su parte traía, a la vez, respuestas esperadas y más aún las inesperadas, que escapaban a su control pero que, en todos los casos, supo abarcar y estar a la altura de la reacción.
Las reuniones denominadas “tertulias” fueron la excusa para reunir a un grupo de personas, provocar encuentros de exploración artística, crear lazos sociales; y extrajo de allí formas variadas de relacionarse en un tiempo específico. Esa conexión entre convocante y destinatario fue la obra, el objeto de “arte relacional” que se produjo, es decir, la densa red de interconexiones entre los miembros implicados.
Legitimó un conjunto de campos de producción desde esas reuniones desde los juegos y colaboraciones entre los presentes convocados. Estos modos de relaciones fueron objetos estéticos en sí mismos. En la función de la cita y el encuentro se constituye el propio campo artístico y se da la dimensión relacional; así se generaron esquemas sociales alternativos: el arte probando sus propios límites en las intenciones cotidianas, siendo materia viva del intercambio social y siendo el horizonte práctico de las relaciones humanas.
Sin saber que estaba representando un movimiento artístico de última generación, donde la obra no está centrada en los resultados sino en las asociaciones de grupos, en las reuniones de personas con un mismo fin. Se sucedieron los logros, que han sido muchos, y los encuentros resultaron auspiciosos; y Virginia Farah, entre sorpresas y ansiedades, pudo cubrir todos los flancos que se iban presentando. Aún más: cada vez corría más riesgos; cada vez que proponía otra reunión, duplicaba la apuesta. Tal vez lo hizo para probarse a sí misma cómo resolver los desbordes, cómo encauzar lo inesperado, o tal vez solo quiso conocer cómo se comportan las personas cuando de amor se trata.
Abrir esa puerta significa indagar en la vida misma y asombrarse una y otra vez de las relaciones humanas. Farah ha querido darle un encuadre. Nunca imaginó que llegaría tan lejos y que entraría, sin quererlo, en el alma humana.
Sus invitados, intrigados en principio, agradecidos después, tampoco sabían a qué iban: se encontraron con “otro lugar” para manifestarse, “un lugar” para jugar, interactuar y para dejar parte de su historia sobre la mesa.
Con nada más y nada menos que sus historias de amor, sus desencantos, sus aventuras furtivas o sus dolores y, de esa manera, con el corazón de ellos en sus manos, Farah compuso escenarios posibles y vivió, con todos los presentes, una instancia universal. Así dejó vulnerables a sus invitados y comprendió, a través de ellos, que el arte y la vida tienen un vínculo ineludible y una trama urdida desde siempre. Solo había que provocar los hechos para descubrirlo una vez más.
LIC. STELLA ARBER